Mujer guaraní, imagen de referencia |
Por: CCNAGUA COMUNICACIÓN INTERNACIONAL
Siendo parte de un grupo importante en redes sociales vimos este fragmento de la historia de una guerrera guaraní relatada por Marcos Ybáñez, en base a materiales de india Juliana y documentos de la época. El texto del amigo/a que nos compartió este material expresaba los siguiente: “La
historia fue escrita por cronistas de la colonización. Es por ello, que la
historia oficial no recuerda la lucha de las guerreras guaraní. En homenaje a
la lucha de las mujeres indígenas, les paso el rescate de la historia de
Juliana, la gran guerrera guaraní”.
Por: Marcos Ybáñez
(En base a materiales de India Juliana y documentos de la
época)
La hija del cacique
guaraní del pueblo cario, la India Juliana, que vivía en Paraguâ-y (Asunción),
un pueblo guerrero, encabezó la primera revolución feminista en Abya Yala - América, para poner fin a la
explotación servil de las mujeres indígenas por parte de los españoles, quienes
las mantenían como esclavas sexuales,
así como de servidumbre en la agricultura y la economía doméstica. Ellas
eran el oro de América. Cristóbal Colón decía: “Los indios son la primera
riqueza de las indias”. Pese a que la historia oficial no las recuerda, la
india Juliana, con las mujeres guaraní, encabezaron la primera rebelión por el
derecho a ser libres.
50 mil mujeres
guaraníes fueron exterminadas en Asunción durante la Colonización, pero este
genocidio fue mantenido en secreto, por los cronistas de la época y éste siglo.
La India Juliana, levantó a las mujeres guaraníes para luchar contra la
esclavitud y el exterminio de la nación guaraní.
Las mujeres guaraníes fueron víctimas de horrendas torturas hasta provocarles la
muerte. Las ataban de pies y manos como animales y les metían hierros ardiendo
en la piel, quemándolas, hasta dejarlas la carne negra, molida. Morían
desangradas. Con azotes y palos, a las embarazadas las mataban, con sus hijos
dentro.
La revolución de la india fue acallada con sangre un Jueves
Santo, tras levantarse contra su agresor, el marido español, Nuño de Cabrera.
La sublevación pagó con su vida al ser decapitada, para que sirva de lección y
aplacar por la fuerza el levantamiento de las indias guaraní.
"Jajuka ñande ménape" (Matemos a nuestros esposos), fue la consigna
de la rebelión de género en la que la india juliana unió a todas las mujeres
guaraní para liderar la liberación de las mujeres y de su pueblo guaraní.
Siempre recordaré aquella noche de 1542 en que ya no soporté
a mi “amo-marido” español Nuño Cabrera, que abusaba de mí y de mis hermanas,
durante el día en la chacra y durante las noches en los excesos más sucios y
repugnantes sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra dignidad. Ya no lo soporté y
tomé su espada. Lo maté, sí, lo maté y volví a ser feliz. Imagina cuan libre me
sentí aquella noche, después de tanto abuso me liberé; corrí y grité desde lo
más hondo de mis palabras, desde ese grito enraizado en mi idioma, a mis
hermanas que vivían y sufrían la misma opresión que hiciesen lo mismo que yo.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un español que había venido a
Asunción a enseñarnos la palabra odio, una que no conocíamos, ordenó mi
detención y también mi muerte, porque estos españoles solo sabían ordenar, sus
palabras eran golpes, como truenos que asustan a nuestros hijos e iluminan
nuestros montes. Él pensaba que de esa manera detendría la ola de rabia que se
impuso por años y años, a lo largo y ancho de este territorio, que dieron en
llamar Paraguay.
Vivíamos en el Yvy Marãe'ỹ, la tierra sin mal, hasta que
llegaron los blancos tras nuestro oro, y desde ese momento habitamos en la
tierra del mal
La selva es nuestro hogar, sin fronteras que dividan, ni
alambradas que separen, la madre tierra
nos proveía de alimentos, de medicina, nos cobijaba del sol y la lluvia con sus árboles, alzaba su voz libre
y rebelde la guerrera Guaraní, la india Juliana. Frente al fuego sagrado, en medio de una
ronda de mujeres Guaraní, preparó la mayor insurrección femenina de América,
para romper las cadenas que las mantenía esclavas de sus amos españoles.
La india juliana, encomienda su alma y vida a ñande rú y a
la madre tierra, con sus cantos ancestrales y ceremonias en su idioma guaraní.
Su sabiduría nace de su alma de mujer libre, sus rezos a Ñamandú y su
convicción de defensora de los derechos de la mujer nativa, al costo de su
propia vida.
No vine a este mundo para ser esclava, las mujeres nacimos para ser libres, les
enseñó a las mujeres de la aldea a alzarse contra sus maridos golpeadores y
abusadores. Su espíritu de guerrera
indomable la convertiría en la primera
mujer feminista en América, aunque la historia no reconozca hasta hoy su papel.
Juliana, recuerda con tristeza que hubo una época en que los
nativos eran libres. Hubo un tiempo donde la risa de nuestros niños poblaba de
alegría la selva, se confundía con el canto de los pájaros, el rugido de leones
y jaguaretés, corrían con destreza como guasu (gacela), se hamacaban por el
ysypó (liana) y se trepaban a los árboles frondosos como queriendo tocar el
cielo con las manos.
Desde allí veían maravillados el majestuoso paisaje que se
perdía ante sus ojos infantiles en el horizonte verde. Amanecían y anochecían trepados y abrazados a
los árboles, cada rama era la extensión de los brazos de sus madres.
Para nosotros, los nativos de estas tierras, todos los que habitan la selva somos hijos de
la madre tierra, seres vivos, libres y
con iguales derechos. Ningún ser es más
que otro, todos somos iguales.
Nuestros niños
jugaban y aprendían a amar y respetar la naturaleza, porque ella es
parte de nuestra cultura: de ella venimos y a ella volvemos. El arandu ka’aty, sabiduría que nos da la
naturaleza para comprender el mundo, aprendimos a relacionar los cambios de
nuestro cuerpo, con los cambios del clima y a partir de ello conjugamos la
agricultura con nuestra forma primigenia de relacionarnos con la naturaleza. No
existía mal que la naturaleza no supiera curar, ni necesidad que no
satisficiera.
La sabiduría de las palabras de los ancianos guiaban
nuestros pasos en el Yvy Marãe'ỹ, la tierra sin mal y a los jóvenes la luz
ancestral les alimentaba su identidad y espiritualidad. En sueños, ñande ru Ñamandu, transmitía a los líderes espirituales y al cacique de la Aldea el conocimiento, la
verdad y los saberes que se necesitan para alcanzar la prosperidad.
En nuestra cultura no existe relación de poder, todos los
seres humanos éramos hermanos, no era necesario ponerle cercos y alambres a la
tierra, ni ponerle rejas y muros al ser humano, no era necesario que el hombre
y la mujer sean explotados para generar riquezas, ni que la mujer tenga
propietarios para generar vida, nosotras las mujeres sembrábamos la tierra y
los hombres la cosechaban; toda mi comunidad era mi familia, todo el planeta
era mi comunidad.
No existía la marginación ni el desprecio hacia ninguno de
los dos sexos, pues la diversidad enriquecía profundamente nuestra cosmovisión.
Nosotras, con nuestra misteriosa capacidad de reproducción, más que temidas o
satanizadas, éramos admiradas y respetadas. Proveíamos al mundo de habitantes,
y como creadoras de vida, al igual que la tierra, nos merecimos protagonismo en
las creencias místicas como protectoras de la fecundidad y en nuestra comunidad
como transmisoras de la lengua y la cultura. Somos las dueñas de la vida.
En nuestros rituales los sabios invocaban a Ñamandu Ru Ete
Tenondegua y mediante él Yvága se relacionaba con Yvy y la hacía germinar.
Todos nuestros dioses, en los cuales creemos y depositamos nuestras vidas son
buenos, pues francamente, no creemos que sea necesario que un dios nos envíe
castigos o nos condene al fuego eterno.
No puedo negar que en nuestra cotidianeidad teníamos
problemas, pero creíamos muy fuertemente en el diálogo que éramos capaces de
establecer entre nosotros, sin necesidad de armas ni violencia. Prueba de ello
es que nuestro jefe o jefa civil era elegido por los fundamentos que exponía
para merecer la responsabilidad y el honor de conducirnos durante la guerra, en
caso de que haya necesidad, o como mediador ante un problema; pues prescindimos
de jerarquías militares y de todo aquello que se imponga como superior, por
ello una vez terminada la guerra o el problema, nuestro Mburuvicha volvía a
dedicarse a la caza, a la pesca y a ayudarnos en la agricultura.
Vivíamos en perfecta armonía con la naturaleza, hasta que
desgraciadamente llegaron los colonizadores, quienes guiados por la mano de su
dios y de todos sus santos, con sus espejos, caballos y armas sometieron a mi
pueblo. A nosotras, las mujeres, nos impusieron un sistema vil de explotación:
durante el día los trabajos del campo para producir para ellos y la corona, y
durante las noches soportábamos en el cuerpo y en la dignidad los más salvajes
atropellos, pues la lujuria "civilizadora" no paró hasta ver
humillada a toda una nación. De ser madres, de ser hermanas y de ser esposas
pasamos a convertirnos en un triste reflejo de la perversidad de los invasores,
en máquinas de parir críos fruto de violaciones, que también serían esclavos
del mismo amo que los marginaría y despreciaría.
Fuimos obligadas a ver como mataban a nuestros hermanos, a
dejar nuestras Táva y vivir en la ciudad, a creer en su dios, capaz de
enfadarse y humillarnos, pues era cruel y castigador a imagen y semejanza de
quienes a fuerza de sangre y espada lo instalaron en nuestra tierra.
Ellos, abusaron de nuestro cuerpo, devastaron nuestro
pueblo, mataron nuestros dioses, ignoraron la sabiduría de nuestros ancianos y
ancianas, nos despojaron de todo y nos dejaron a cambio desolación,
enfermedades y miseria.
Tanto odio, saqueo, rapiña, violación y despotismo de una
raza sobre otra nos empujó a luchar por mantener nuestra identidad, forjada
desde el respeto a la vida y a nosotros mismos, como un sistema de valores que
el poder de la brutalidad santa quiso extinguir, pero no pudo.
Aplaudo la valentía de ésta mujer
ResponderBorrarRecién hoy conocí esta historia. Que valiente la India Juliana.
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